(2006. Publicado en la revista de arte de la PUCP, Prótesis, nº 3)
CONCEPTO VERSUS FORMA
(y otros malentendidos)
Tradicionalmente, en el campo artístico el romance entre concepto y forma ha degenerado en conflictos y escándalos innecesarios donde en la mayoría de casos, o el concepto ha intentado librarse de la forma, o ha terminado subordinado a ella para justificarla. Posteriormente se ha inventado —sospecho que con muy malas intenciones—, la ilusoria oposición entre arte conceptual y arte formal.
Antes que nada, debo decir que confrontar arte conceptual y arte formal a estas alturas me causa cierto pudor, pues dicha oposición ha debido ser superada hace ya mucho tiempo antes de que se pusiera de moda el alegre relativismo posmodernista del «todo vale» que valida cualquier posición estética. Aclaro que no me interesa construir una defensa a favor de lo conceptual —minoría sin derechos—, ante lo formal o plástico que tradicionalmente ha tenido el poder y por ello ha exigido justificaciones existenciales al concepto para declararse como arte. Más bien, encuentro más productivo hacer algunas precisiones sobre la naturaleza de lo conceptual y lo formal y analizar su inevitable dependencia. Separar concepto y forma es tan artificial como separar el espacio del tiempo y sospecho que es una consecuencia más del dualismo cartesiano mente-cuerpo. Desde el principio, la división conceptual-formal es ociosa e inexistente, tal vez persistiendo en la historia del arte como opuestos debido a errores de lectura en sus respectivas definiciones.
Los argumentos que cada postura ha utilizado para desautorizar al otro revelan prejuicios y dogmas que valen la pena estudiarse con mayor profundidad. Para empezar, el argumento que sostiene que el arte conceptual sacrifica la forma en favor de la idea es falso, porque la idea sin forma no existe, como tampoco existe la forma sin idea. Sólo podemos decir ―con bastante arbitrariedad— que la idea prevalece o es más espectacular que la forma, pero la forma nunca muere. Aún en los casos aparentemente más radicales, como en el arte lenguaje, sea escrito u oral, se utiliza siempre un soporte formal: el lenguaje. El pensamiento también se hace mediante el lenguaje o imágenes, por lo tanto la idea pura ―lamentable herencia platónica y de ciertos metafísicos alucinados―, ha sido siempre una quimera. Desde el punto de vista filosófico la idea pura es una abstracción imposible de representar e intentar hacerlo termina siempre en una contradicción performativa, pues si hubiese alguna idea pura necesitaríamos inevitablemente una representación (sea lenguaje o imagen) para poder referirnos a ella. Así que la idea pura como tal es inaprensible (perversamente alguien podría objetar que eso no demuestra que no exista, pero tampoco hay razón alguna para afirmar su existencia).
Luego, con respecto a la forma, hay que analizar el viejo prejuicio que afirma que lo complejo es más interesante que lo simple, tal vez alimentada por la influencia de la noción (ilusión) de progreso cultural acumulativo y las teorías modernas de la evolución (en general, el arte conceptual usa formas simples para minimizar la espectacularidad formal y permitir un mayor protagonismo de la idea). Sobre esto no es necesario ir muy lejos, lo complejo permite realizar más conexiones e interpretaciones y resulta ser visualmente más llamativo (llena la vista). Nótese que aquí seguimos usando criterios cuantitativos en la vaga esperanza de que a mayor cantidad, más posibilidades de encontrar mayor calidad. Expongo un argumento concreto para recuperar la capacidad de asombro frente a lo simple: mientras que lo complejo se explica a través de lo simple mediante el análisis, es decir, la descomposición de sus partes a favor de una mayor comprensión, lo simple, al no aceptar mayor análisis ni reducción, debe explicarse por sí mismo. Por lo tanto, la irreductibilidad de lo simple implica enfrentarse a la explicación última que termina siempre en un enigma: el enigma de lo existente sin razón alguna (al menos que, como sucede frecuentemente, nos conformemos con la razón que le podamos encontrar). Esta irreductibilidad de lo simple fue una de las cosas que tanto fastidió al público cuando se enfrentó por vez primera ante el arte minimalista, figuras geométricas indescifrables que sólo se limitaban a existir (como si esto no fuese ya bastante). El público, encogiendo los hombros, decepcionado murmuraba: «este arte no me dice nada», ¡como si el arte estuviese ahí para decir cosas, como si los objetos reales necesitasen alguna justificación para existir! Aclarémoslo: Los objetos reales «nos dicen cosas» cuando las sometemos a una interpretación instrumental e utilitaria —propia de la mentalidad pequeñoburguesa que interpreta la realidad siempre en términos de necesidad— el arte, siendo inútil e irreal, no tendría por que decir nada.
(Pensaba incluir aquí el análisis de la creencia que valora el buen arte según su dificultad técnica, porque aunque cueste creerlo, en la actualidad aún existe dicha mentalidad, pero dicha creencia es tan mezquina y limitada que no me ocuparé de ella, sólo diré que si seguimos valorando el arte según su grado de dificultad artesanal tendríamos que rechazar una gran parte del arte del siglo XX.)
Hay buenas razones para pensar que el miedo que la forma le tiene al concepto en el campo artístico se debe a una interpretación radical de la estética kantiana donde la belleza formal se apreciaba sin conceptos ni fines. Esta idea es responsable de lugares comunes en la crítica como: «la forma debe hablar por sí misma sin necesidad de explicarse». Cabe aclarar que Kant formuló su teoría estética en base a la belleza natural, que si acaso tiene algún fin o concepto, obviamente permanece oculto o es agregado por el observador; pero con respecto a la belleza artificial, es decir el arte, Kant decía que debía dar «aspectos de naturaleza», es decir que el concepto, que es inevitable por ser un producto artificial —por lo tanto intencional—, debía en lo posible permanecer oculto o «indeterminado». En consecuencia, la crítica estética llegó a pensar que el concepto interfiere negativamente en la apreciación de la belleza formal. Como ejemplo, cuenta Arthur Danto que el célebre crítico moderno Clement Greenberg, kantiano confeso, acostumbraba enfrentarse a las obras sin ninguna idea previa sobre lo que iba a ver (libre de conceptos) confiando en que su «ojo entrenado» sería capaz de reconocer la belleza del buen arte.
Sin vergüenza alguna debo confesar que hubo un tiempo en que yo también me dejé seducir por el arte conceptual, la idea desnuda (calata o casi) aparece como una liberación ante la tiranía de las formas, e ingenuamente pensaba, como muchos otros, que al abandonar la forma había hecho algún progreso. Hoy reconozco las diferencias entre forma y concepto pero no creo que una sea superior a la otra, ni creo en ese absurdo y malintencionado razonamiento que sentencia que la forma sin conceptos está vacía. Las formas nunca están vacías, siempre contienen contenidos. La forma de una cosa es concreta y real y goza de una existencia individual; los conceptos sobre la forma, es decir, sus descripciones e interpretaciones son infinitas multiplicadas por los millones de potenciales observadores que inventarán contenidos distintos. Por lo tanto, la forma permanece (en un sentido laxo) mientras el concepto cambia constantemente (y no hay descripciones «correctas», sólo hay descripciones más razonables o útiles que otras). Asimismo, la forma de los objetos no se agota en las infinitas descripciones o contenidos que le podemos asignar, posee además (como de alguna manera formuló Kant), un contenido —por llamarlo de alguna manera—, que permanece oculto y ajeno a todo antropocentrismo. Este sentido oculto es la existencia desnuda del objeto, existencia que al intuirse, puede causar por momentos cierto desasosiego mental, como le sucedía a Antoine Roquentin, célebre protagonista de La Náusea.
Se podrá objetar (y además con mucha razón) que si dicha existencia privada permanece oculta entonces es imposible saber si existe; pues bien, dicha existencia privada se deduce por ser lo que permite que la forma permanezca como unidad mientras recibe infinitos contenidos o atributos. Es la propiedad que permite a la forma permanecer en su ser cuando no es percibida (curiosamente, Descartes decía que una de las tareas de Dios era percibir las cosas permanentemente para garantizar su existencia). Una forma percibida es una forma inmediatamente contaminada de contenido. Creo tener un ejemplo actualizado para ilustrar la existencia privada de los objetos: pensemos en las rocas fotografiadas en el recientemente conquistado Titán (tengo debilidad por las metáforas cósmicas). Dichas formas existían por millones de años ajenas a cualquier contenido humano hasta que el satélite terrestre las descubrió, es decir, contagió de contenido).
Sin embargo, no hay que alarmarse demasiado, podemos andar por el mundo como si las cosas dependieran de nuestra existencia y podemos seguir proporcionando contenidos y definiciones libremente. Solamente no debemos olvidar que toda forma posee contenidos infinitos y nunca está vacía.
Finalmente, regresando al escurridizo terreno del arte, resulta curioso que aún haya gente que se atreva a afirmar que tal cosa es o no es arte. Para ello implícitamente están anunciando una definición. Bien, mucho se ha escrito ya sobre el tema y solamente quisiera subrayar que aunque no sabemos qué es el arte, al menos, si estamos de acuerdo en que el arte tiene como ingredientes la libertad, creatividad y novedad, entonces crear una definición sería en principio una contradicción en sus términos, pues definir un concepto es limitar, es decir, separar de lo definido aquello cuya naturaleza es ajena a lo que se quiere definir. Y por definición, valga la redundancia, la libertad, creatividad y novedad no pueden admitir límites. Por lo tanto, intentar definir el arte tiene como consecuencia su aniquilación. La indefinición del arte es la cualidad que le permite sufrir transformaciones a ritmo de marchas y contramarchas.
La dialéctica artística funciona como lo hace un pueblo oprimido que, empuñando la bandera de la libertad, hace la revolución contra sus tiranos, pero que luego, cuando sus dirigentes toman el poder, oprimen a su vez al pueblo que alguna vez los apoyó. La novedad y primicia en el arte deben luchar contra los prejuicios del arte establecido que le negarán el derecho de ser arte por no adecuarse a los criterios establecidos; luego, una vez aceptada la primicia, ésta se vuelve norma y luchará por impedir la emergencia de nuevas primicias que querrán a su vez destronarla del trono. Por ello, quien se atreve a ser primicia participa de una naturaleza heroica y trágica, pues se dirige con determinación hacia su posible fin como lo hace la primera fila de una carga de infantería. El oponente es la incomprensión (y el temor) de lo normal. Como dijo Nietzsche en boca de Zaratustra: «Oh hermanos míos, quien es una primicia es siempre sacrificado. Ahora bien, nosotros somos primicias».
miércoles, 11 de febrero de 2009
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